Sesshin Otoño 2009
Mar de las Pampas
Marzo 26 al 29 – 2009
Primer Teisho
Invariablemente, todas las personas en este mundo tienen su satori.
Todos tienen esa oportunidad.
Puede ocurrir en cualquier momento, a edad temprana o en la adultez.
Puede ocurrir a partir de una crisis, de una larga enfermedad o por la pérdida de un ser querido. Una sacudida que nos deja con la boca abierta y una posterior toma de conciencia de lo efímero de todas las cosas.
Pero la mayoría de las personas, después de esa conmoción, se reacomodan y vuelven nuevamente a los ensueños del ego. Son pocos los que, después de ese sacudón, logran ponerse en camino en la dirección correcta.
Ese momento de conmoción es importante. Es la oportunidad de producir un cambio fundamental en nuestras vidas.
Esto fue lo que le ocurrió al maestro Dogen. Siendo niño, su padre murió y muy poco tiempo después también murió su madre. Y fue en esos funerales, escuchando la recitación de los Sutras y viendo elevarse el humo de los inciensos, que tuvo su primer satori. La realización clara de la impermanencia de todos los fenómenos.
Entonces se dijo que quería ser monje y dedicar su vida a transitar la Vía. Logró ingresar en un monasterio y comenzó la práctica de zazen y el estudio de los Sutras. Siendo un adolescente, en esa edad en que la mayoría de los jóvenes andan completamente desorientados, él se hizo monje. Aplicándose fervientemente a zazen y a la lectura de los Sutras.
En esas lecturas se encontró con un tema que no terminaba de comprender. El Sutra dice: “Todos los seres sensibles, sin excepción, tienen naturaleza de Buda”. Esa frase le rondaba la cabeza una y otra vez. Se interrogaba: “¿Por qué, si es verdad que desde el comienzo todos tenemos naturaleza de Buda, es necesario practicar?”
Por más empeño que ponía en resolver la cuestión, la respuesta no aparecía. “¿Si desde nuestro origen ya somos budas, por qué debemos practicar?” No lo podía resolver. “Practicando y practicando, ¿llegaremos a ser budas? ¿Para qué practicar, si ya lo somos?”
El tema lo obsesionaba. Continuando su práctica, años más tarde vio la posibilidad de viajar a China, que en aquella época era la fuente del budismo.
Emprendió ese largo viaje y en su peregrinación visitó muchos templos y maestros. Finalmente, cuando ya estaba un poco decepcionado, se encontró con el maestro Nyojo. Inmediatamente sintió que ése era su maestro y, desde ese momento, se abocó a seguir sus enseñanzas. A seguir al maestro.
Pero la pregunta seguía apareciendo cada tanto en su mente.
Una tarde de verano, en un momento de descanso y mientras caminaba por las afueras del templo, se encontró con el Tenzo. El cocinero había puesto sobre una gran piedra, unos hongos para que se secasen al sol. Dogen observó al Tenzo. Era un anciano con la espalda encorvada, las cejas blancas… transpirando, dando vuelta cada tanto los hongos con un palito. Se acercó con respeto y, luego de hacer gasshò, le preguntó:
“¿Cuánto tiempo hace que usted es monje?”
El Tenzo respondió: “Soy monje desde hace más de 64 años.”
A lo que Dogen replicó: “¿Y por qué no hace que esta tarea la realice otro, algún asistente?”
El Tenzo, sin mirarlo, dijo: “Porque yo no soy los otros.”
En ese instante –súbitamente- el maestro Dogen comprendió. ¡Se le partió la cabeza!
¿Por qué hay que practicar? – Porque yo no soy los otros.
Este “Yo no soy los otros” puede comprenderlo cualquiera. Los otros están ahí, yo estoy aquí: yo no soy los otros. Pero esta comprensión sólo es intelectual. Todavía no alcanza la penetración de la intuición, la profundidad que lleva al satori.
Yo no soy los otros; eso está claro. Entonces, la mayoría del tiempo, sentimos que somos libres e independientes y que seguimos nuestra voluntad. Que podemos ir y venir. “Esto me gusta, aquello no me gusta”.
Así, sin darnos cuenta, estamos constantemente pendientes de los otros, Y cuando estamos “pendientes” dejamos de ser nosotros mismos, dejamos de ser libres. Nos transformamos en de-pendientes. Y no me refiero a estar pendientes de la luz o del gas, del proveedor del mercado. Me refiero a que estamos pendientes de la opinión, de la mirada de los otros. Comparándonos siempre para ver si somos superiores o inferiores. Tratando de ponernos a la altura de las circunstancias. Y así perdemos nuestra libertad.
De este modo, nuestra vida se hace densa, confusa, complicada. Esperando que ciertas tareas las hagan los otros. El marido decía: “¿Por qué tengo que ser siempre yo el que saca la basura?”. La mujer respondía: “¿Por qué tengo que llevar siempre yo los chicos al colegio?”
Yo no soy los otros. A partir de ese instante, el maestro Dogen actualiza su primer satori. Y de este modo profundiza la Vía y deja esta enseñanza para nosotros.
Muchas personas que inician la práctica de zazen con fe y voluntad, sienten que la dificultad está en las piernas que duelen o en la espalda que se fatiga. Esto es así, pero en realidad, la dificultad reside en que no se comprende cabalmente el significado de: “Yo no soy los otros”.
Uno, que iba a venir a esta Sesshin, a último momento me dijo: “Maestro, no voy a ir porque mi señora me necesita en casa”. Otros se excusan porque tienen un compromiso social, otros porque no les alcanza la plata. Siempre dependiendo de los otros.
Hasta que no comprendamos este “ser-aquí-ahora”, crearemos continuamente lazos de dependencia.
Nuestra psicología es tan compleja que, muchas veces, creemos que estamos sosteniendo al otro. Pero sostener y ser sostenido no es muy diferente. En ninguno de los dos casos podemos movernos con libertad.
Cuando el maestro Dogen comprendió que si él no practicaba y hacía su propia vida no había ninguna posibilidad de alcanzar el despertar, la paz o la libertad, su práctica se hizo profunda. Profunda y sin retorno.
La idea encarnó. Lo que tanto tiempo había estado rondando en su mente, ahora se hacía carne en él. La idea se convirtió en acción.
La sensibilidad o la inteligencia valen muy poco si no se las pone en acción, si no se tiene una firme determinación y una dirección a seguir.
Es por eso que, más tarde, en el Fukanzazengi, el maestro escribió: “No pierdas tu tiempo y abócate a la Vía”.
Si has tenido tu satori, no pierdas esta oportunidad. Utiliza toda tu energía en seguir la Vía. Se trata de ti. El maestro Dogen murió hace ya mucho tiempo y los maestros que conocemos también están muertos. Evidentemente, todos dejaron una clara dirección a seguir pero... “Yo no soy los otros”.
Si permito que mis egos de turno me lleven a su antojo, estaré perdiendo mi precioso tiempo. Una vida inútil. No pierdas tu tiempo y abócate a la Vía. Porque se trata de ti y nadie puede ocupar tu lugar.
Tomar conciencia es importante, pero concentrar la energía y dirigirla en dirección de la Vía es fundamental.
Este aire que sale de tu nariz, ya no vuelve a tu nariz. Este instante no retorna. No pierdas tu tiempo y abócate a la Vía. Se trata de ti... si tú no lo haces, ¿quién lo hará?
.....Si, si, si, tienes muchas justificaciones en tu cabeza, pero una sola cosa es clara: Yo no soy los otros.
¡Comprende!
Segundo Teisho
Cuando Dogen encontró al maestro Nyojò, supo enseguida que ese era su maestro. Al mismo tiempo, Nyojò vio en ese joven recién llegado una buena madera. Y se estableció entre ellos una corriente de intimidad que posibilitó grandemente la transmisión de la enseñanza.
A partir de ese momento, Dogen se concentró en seguir a su maestro. Un maestro firme, severo y cálido al mismo tiempo. Un maestro sin muchas vueltas ni demasiadas explicaciones, que basaba su enseñanza en la práctica del zazen shikantaza. Práctica sin motivo, sin búsqueda alguna de provecho. Y después, el samu, las tareas cotidianas. La concentración en las actividades comunes de todos los días.
En cierta oportunidad, durante el zazen nocturno, el monje que estaba sentado al costado de Dogen comenzó a cabecear. Se dormía sobre su zafu.
De pronto una sandalia voló por el aire hacia la cabeza del durmiente, y el maestro rugió: “Arrojar cuerpo y espíritu”. El monje se tambaleó y se deslizó del zafu. Pero, sin dudas, la sacudida más grande fue la que experimentó Dogen. Esa escena lo tocó íntima, profundamente. ¿Quién sabe el motivo? En realidad no importa, el hecho es que fue sacudido por eso.
Al terminar zazen, fue a la habitación del maestro, ofreció incienso y se prosternó ante él. El maestro Nyojò lo vio venir y comprendió inmediatamente que algo había ocurrido. Ese joven traía una luz, algo que lo hacía lucir diferente.
Dogen dijo: “Arrojar cuerpo y espíritu”.
Nyojò –procurando confirmar lo que ya sabía- preguntó: “¿Cómo es eso?”
Y Dogen afirmó: “Cuerpo y espíritu arrojados”.
Nyojò, entonces, confirmó el satori de Dogen.
Cuando una persona está iluminada, literalmente se la ve radiante, luminosa. Es semejante, a veces, a las mujeres cuando están embarazadas. Ellas están preñadas de luz y de vida. Y Dogen estaba radiante, pletórico, completamente preñado de luz.
Ese fue otro de sus satori. “Arrojar cuerpo y espíritu. Cuerpo y espíritu arrojados”.
El cuerpo no está separado de la mente. La mente no está separada del cuerpo. Esa fue una de las primeras enseñanzas del Buda. Pero en sus comienzos, en la India, todavía existía un cierto aire místico. Fue recién cuando Bodhidharma llega a China y se encuentra con el taoísmo y la cultura oriental, que el budismo encarna. El cuerpo y el espíritu se funden volviéndose uno. Otras religiones y filosofías hacen la división. El cuerpo por un lado, el espíritu por otro. Incluso, para algunas religiones el cuerpo es como un impedimento a la evolución del espíritu.
Pero Dogen alcanza su satori y ve que el cuerpo y la mente van juntos. El cuerpo influyendo la mente, la mente influyendo al cuerpo.
Cuando se comienza la práctica de zazen lo primero con lo que uno se encuentra es con las limitaciones del cuerpo. Sin embargo, “poner” el cuerpo es importante. Algunas personas cultivan el espíritu, su mente, pero luego tienen dificultades con el cuerpo. Se quejan y lamentan de rigideces y gorduras. Lo tratan como si fuese algo aparte, diferente de ellos mismos. Llevan su cuerpo al gimnasio del mismo modo en que sacan a su perro a pasear por la vereda.
Por otro lado están los cultores del cuerpo: fisiculturistas, hedonistas. Se ocupan del cuerpo pero se olvidan del espíritu. En nuestra práctica, cuerpo y espíritu van juntos. Nos sentamos en zazen, pero como no podemos estar sentados todo el día, entonces nos levantamos y hacemos algún tipo de tarea física. Cuando estamos cansados, dormimos. Cuando nos levantamos hacemos algunos ejercicios... y luego nos volvemos a sentar. Cuerpo y mente juntos.
El maestro dijo: “Arrojar cuerpo y espíritu”.
No hay que apegarse a la palabra “arrojar”. Este ideograma también puede leerse como: desapegarse, desprenderse, dejar caer, ir más allá, abandonar.
Esto es fácil de entender, pero comprender cabalmente es otra cosa. Comprender no depende de nuestra voluntad o inteligencia. Depende, pura y exclusivamente de la profundidad de nuestra práctica.
Por ejemplo, todo el mundo aquí sabe lo que es el Samu. Pero, ¿cómo se lo comprende? Hay tres comprensiones del Samu.
La comprensión del hombre común, la comprensión del bodhisattva y la comprensión del maestro.
La comprensión de la mente del hombre común con respecto al Samu, es limpiar lo que está sucio.
La comprensión de la mente del bodhisattva, es limpiar lo que está limpio.
La comprensión de la mente del maestro, es limpiar aquello que no está ni sucio ni limpio.
Nuestra práctica consiste, de instante en instante, en armonizar cuerpo y mente. En zazen, en samu, durante las comidas, en el toillette, cuando estoy solo paseando entre los árboles... armonizar cuerpo y espíritu.
Y así, sin proponérselo, sin buscarlo, en algún momento surge en nosotros la mente del maestro. Arrojar cuerpo y espíritu, más allá del cuerpo y del espíritu.
Ahora el cuerpo fluye. Ahora la respiración fluye. Ahora la mente fluye. En cada respiración fluye la mente. En cada postura fluye la mente. En cada mente fluyen el cuerpo y en cada cuerpo fluye la respiración. El aire va y viene y siempre está aquí. Más allá, más allá del cuerpo y la mente. Más allá, más allá... aquí y ahora.
Tercer Teisho
A pesar de haber encontrado un alto grado de lucidez, Dogen permaneció todavía dos años viviendo con su maestro. Siguiendo sus enseñanzas y profundizando en la práctica del zazen Shikantaza. Cuando finalmente retornó a su tierra natal, la gente le preguntó:
“¿Qué has traído de nuevo, cuál es tu enseñanza?”
Dogen respondió: “Los ojos horizontales. La nariz vertical.”
Aparentemente, esta pequeña frase es una verdad de Perogrullo. No significa gran cosa pero, al mismo tiempo, su profundidad es apabullante.
Los ojos horizontales. La nariz vertical.
Cuando el cuerpo está enfermo, cuando uno está deprimido y se acuesta, los ojos ya no están verticales ni la nariz horizontal.
Cuando uno está preocupado o rabioso, la cabeza se ladea, cae para abajo y los ojos ya no están horizontales ni la nariz vertical.
Los ojos horizontales - la nariz vertical es un principio de equilibrio. Físico y psíquico. Y es el principio fundamental de todo el budismo. Meditar sobre ello puede abrir puertas de mucha claridad.
A partir de la práctica de zazen podemos encontrar el equilibrio.
Cuando se quiere transmitir esta práctica, las palabras no son necesarias. Lo esencial es mostrar la postura. Mentón recogido, hombros sueltos, espalda derecha, las orejas en la misma línea que los hombros, los ojos horizontales y la nariz vertical. Equilibrio.
Y este equilibrio no es sólo del cuerpo, es equilibrio entre el cielo y la tierra, entre ayer y mañana, entre la vida y la muerte. Sintetizando, esto es: aquí y ahora.
En cierta oportunidad, un hombre viajó a Japón. Un viaje de turismo. Y en sus recorridos, visitó una casa de geishas. Lo recibieron con esa amabilidad que las caracteriza y le ofrecieron un espectáculo íntimo de música, danza y té. El hombre estaba fascinado: esos movimientos, esos gestos. Pero quedó particularmente prendado de una de ellas, una jovencita llamada Junko que, literalmente, le pareció sublime. Al finalizar, y cuando ya se estaba retirando, le dijo a la encargada: “La reunión estuvo maravillosa, pero Junko es encantadora, se destaca por sobre las demás.” “¡Oh, sí! -dijo la geisha- es nueva aquí. Pero no se preocupe, ya va a aprender.”
Cuando las cosas están en su sitio, lo mismo que cuando las personas están en equilibrio, desaparecen. Y sólo reaparecen cuando son necesarios y las circunstancias lo requieren.
Cuando alguien está desequilibrado aparece todo el tiempo. Cuando las cosas están fuera de lugar molestan, desafinan, desentonan y uno se tropieza con ellas. El modo más eficaz de encontrar este equilibrio es sentarse en zazen. Shikantaza. Sólo sentarse.
Pero como no podemos quedarnos sentados todo el tiempo, entonces salimos a nuestros quehaceres cotidianos. Y ahí, lógicamente, a veces nos tropezamos, resbalamos, chocamos contra alguien, discutimos, perdemos el equilibrio... y los ojos ya no están horizontales ni la nariz vertical.
Es humano, no vale la pena lamentarse ni sufrir por ello. Es mucho más efectivo sentarse en zazen. Mientras podamos recordar el caminito que nos conduce a zazen y sentarnos sin motivo, con seguridad encontraremos el equilibrio.
Es necesario perseverar, reencontrar una y otra vez este equilibrio. Esa es la enseñanza del Buda y de los grandes maestros. Una enseñanza práctica de uso cotidiano en donde, de instante en instante, podemos reencontrar nuestro equilibrio.
Los ojos horizontales. La nariz vertical.
Para lograrlo no es necesario tener dinero, ser joven o viejo, hombre o mujer. Ser inteligente o tonto no cambia nada.
Aquí y ahora: equilibrio, completa presencia............ hasta desaparecer. Hasta devenir uno con todos los seres, con todas las cosas.
De instante en instante, en cada respiración... ¡Equilibrio!